Habrá sido el cuarto o quinto tratado de su manual: un sumario donde Racing, Perón, Creedence y la muerte alternaban las jerarquías de sus premisas según meritase la ocasión. En asuntos de pelota, ciertos ítems no eran virtuosos de su controversia. “Hijo: bombazo a la frente, y listo, se terminó. El penal es Pasarella o no es nada”. Así nomás era, tilde y visto, no se hablaba más.
Dylan era todo lo que a mi viejo lo podía enamorar. Engominado, camiseta adentro, medias bajas, zurda elegante y mimosa como la de Rubén H. Sosa. Tenía apenas cinco años cuando Gorito descubrió en él, la astucia que del chiquilín de categoría.
Mucho y poco que recordar sobre su talento innato, le pegaba bien con los dos filamentos que eran sus piernitas, de acá, de allá y de todos lados; la metía de cabeza según antojadizas maneras, sin despeinarse; le daba nomás, en el medio del bocho al guardameta, tal y como debía ser.
“El único problema de éste pibe es el padre que tiene”, decía tras cada lujo del retaco. Era normal verlo destilar bronca, aún de cara al placer. “Viejo..¿ Tanto?”, le preguntaba. “Si, el padre es un pelotudo, lo va a estancar”. Y callaba, hasta el próximo sábado. Se paraba, iba a abrazar al pequeño talento. Le decía algo imperceptible al oído, le despeinaba la cresta, y listo.
Todos los fines de semana fue la misma historia. A veces, hasta creíamos que le gustaba más ir a ver al pendejo que a su propio nieto. “Mirálo, mirálo... ¡Bien, bien ahí fenómeno! Mn… Na… ¡NA… La cagaste, maestro! No importa. ¡Siga, genio!”.
Un día vino el padre del pibe, se acercó. Marcelo se llamaba, tenía unos 30. Murmuraba, en confianza, que había llevado al pequeño Dylan a probar suerte Vélez y que habían quedado todos locos. Según él, al nene lo querían de River, de Boca, del Barcelona y de la Liga de Plutón, qué se yo...
“Pobre pibe...Lo peinan como al padre!”. A mi viejo le molestaba la presión que le metían al chiquilín. Apenas si sabía atarse los cordones de sus pequeños botines rojos cuando fue obligado a meterse en cancha de once para llenar el fracasado tórax de su progenitor. El verde césped le quedaba gigante, altísimo, no dominaba como en el concreto y cabecear era una misión imposible. Gorito se lamentaba ante los apuros fanfitas. Auguraba que la voluntad de Dylan de transformarse en el próximo Ruud Gullit se vería amasijada por los delirios de grandeza de su papá. “Vos tenés que rebelarte papito, no le hagas caso a lo que te gritan, no saben nada”, le repetía cuando veía que lo cagaban a pedos. “Ese chabón la va a cagar, lo va a cagar”, repetía…
Y así pasaron los meses, con el pequeño talento de la 99’ agigantándose en soberbia que su papito le daba a cucharones. Se quedó con el fútbol que tenía. Se estancó y ya nunca más se destacó por su talento, sino más bien por salir a jugar peinadito y con los botines bien lustrados. Viejo dejó de prestarle atención. Ya ni sus tiros a colocar lo deslumbraban… Nunca más llegó temprano para verlo a él.
Volví a ver al pequeño Dylan después de muchos años. Lo reconocí instantáneamente, sus ojos seguían enormes y oscuros, como en 2006. Había algo distinto en él, no pude percibir qué era hasta que se levantó de un tirón para tocar el timbre. Llevaba puesto un pantalón de taekwondo y un cinto de esos que te ranquean en violencia.
“Mariconeó, al final. Le habrá roto los huevos el boludo del padre”, hubieses dicho.
A Goro le gustaban los penales bien pateados y los guachos atrevidos. La astucia y la rebeldía que lo encandilaban son hoy, tesoros perdidos, tránsito de otro mundo.
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